Por: Raquel Sánchez Reizábal
Últimamente, por cuestiones de salud, he tenido que investigar y recopilar información sobre la comida que consumo a diario. De este modo, entre los muchos libros que he consultado, me topé con uno titulado: Alimentación consciente de la irlandesa Suzanne Powell. Resalto éste y no otros por el adjetivo del título que viene al hilo con el artículo que estoy escribiendo. Esta mujer consiguió sanar de un cáncer después de haber sido desahuciada siendo muy joven gracias, entre otras cosas, a la alimentación. ¿Es esto posible? ¿Qué consecuencias tiene el estilo de vida occidental en la población y el planeta?
Indudablemente, el avance tecnológico y científico ha traído grandes beneficios y privilegios al mundo que huelga comentar aquí por ser conocidos por todas y todos. Sin embargo, nunca nos hemos parado a pensar seriamente en lo que significaría e implicaría para nuestra salud –tanto física como mental- y la del medio ambiente. Porque tampoco hay duda de que algo estamos haciendo mal, si no, no se explica la epidemia de enfermedades cardiovasculares y cancerígenas con las que convivimos a diario ni el desastre ecológico que estamos provocando al resquebrajar el equilibrio natural de las cosas.
El avance viene acompañado de abundancia. Y si bien ya lo dice el refrán: “Mejor que sobre a que falte”; en este caso concreto, no aplica. Por un lado, porque nos ha colocado en unas condiciones de vida muy cómodas, tan cómodas que nos han enterrado la esencia de lo que somos: supervivientes y nos han alejado del ecosistema al que pertenecemos: la naturaleza. Y por otro, porque ha hecho que perdamos el sentido de la existencia y de la vida al no tener que mover ni un dedo para poder conseguir todo lo que deseamos. Por supuesto, con esto no me refiero al trabajo que tanto nos cuesta a todas y a todos realizar para poder comer, sino al resto de acciones cotidianas que realizamos cada día: subo el interruptor y se hace la luz, muevo una palanquita y sale agua, voy a una tienda y obtengo comida o ropa y así un largo etcétera. Estas acciones parece que no importaran cuando, en realidad, son la base de la vida ya que estamos hablando de insumos de primera necesidad. Pero esta “inconsciencia” viene dada con el estilo de vida al que estamos acostumbradas y acostumbrados desde hace décadas: el del consumo indiscriminado de todo lo que podamos pensar e imaginar. “No importa qué sino cuánto”, parece el lema de esta centuria.
Por este motivo, insisto de nuevo en el adjetivo del título: consciente. Al final todo se reduce a una cuestión de consciencia.
¿Cuándo empezamos a ser conscientes de quiénes somos, de lo que nos rodea, de nuestras acciones? Como todas y todos hemos experimentado, empezamos a ser conscientes a medida que vamos creciendo y haciendo mayores, fruto de la experiencia y el aprendizaje de las vivencias. No obstante, para determinadas cosas seguimos en la inopia total, soñando “plácidamente” en la Matrix mientras esperamos, como en los cuentos de hadas, a que un apuesto Neo venga a despertarnos. Pero tengo malas noticias. Eso no va a suceder, ningún caballero del futuro va a venir a desenchufarnos, únicamente cada una de nosotras y de nosotros tenemos la clave para hacerlo. Y éste es el motivo de que el sistema capitalista haya funcionado/funcione tan bien. Todo el mundo sabe que el camino “consciente” siempre es más difícil de seguir. Por eso entendemos muy bien la traición del personaje de la cinta de los hermanos Wachowski.
Pero en algún momento de nuestra vida hay que seguir al conejo blanco… ¿Por qué? Porque una de cada 3 personas tendrá una enfermedad cardiovascular, un cáncer, una depresión, sufrirán de ataques de ansiedad y de pánico, insomnio… en un futuro no tan lejano. Y ya se sabe: “Más vale prevenir que curar”. Esto en cuanto a lo que nos atañe personalmente, pero no se queda ahí, hay que extenderlo a todas las acciones cotidianas que repercuten a otras personas y al planeta. Por ejemplo, reducir la ingesta de carne no sólo es beneficioso para la salud (por la cantidad de grasas y acidez que contiene), también supone una consideración con el maltrato y la esclavitud a la que son sometidos los animales para poder abastecer tanta cantidad de carne a tantas personas –lo cual no deja de tener cierta similitud con el trabajo humano en una fábrica o una oficina- viviendo como presos en una cárcel sin otro cometido que el de engordar (a base de antibióticos y hormonas que aceleran el crecimiento y el peso para de esta manera tener más cantidad en menos tiempo, pero eso sí sacrificando la calidad ya que después estos mismos pasan a nuestro cuerpo al comer la carne), producir (huevos, leche o miel) o servir de material textil (cuero, lana o pieles). Y también con el medio ambiente porque la producción de carne no es para nada ecológica. Se necesitan muchas hectáreas de terreno para el ganado (consecuencia: se talan árboles, se reducen los bosques), toneladas de pienso y litros y litros de agua. O si consumimos, en la medida de lo posible, productos orgánicos estaremos cuidando mejor a nuestro cuerpo (porque son alimentos elaborados con atención, respetando los tiempos naturales de cosecha y libres de pesticidas) y al mismo tiempo, evitando que los agricultores estén expuestos al contacto de los químicos tan dañinos para la salud y que la tierra tenga su tiempo de reposo y no se seque.
Estos ejemplos tienen que ver con la comida, pero con la industria textil es lo mismo. Hace unos meses leía en una publicación sobre el desplome de la fábrica de Bangladesh ocurrido hace tres años y volvió a impactarme de la misma manera que lo hizo en el momento de suceder la tragedia. Éste fue el motivo de que quisiera informarme más sobre una realidad que no podía dejar de “obviar”.
Y entonces descubrí el documental The true cost de Andrew Morgan gracias a la conversación y reflexión de una muy buena amiga. Sin embargo, no fue hasta la semana pasada que logré dimensionar las consecuencias reales del “monstruo” de la moda. Consecuencias que van desde la precariedad y explotación de la mano de obra, principalmente constituida por mujeres ciudadanas de las zonas más desfavorecidas del planeta; la contaminación del medio ambiente que va unido al surgimiento de enfermedades (entre ellas malformaciones y cáncer) y de los beneficios de las casas farmacéuticas que cobran millonadas por los medicamentos que ayudarán a paliar los síntomas; la modificación genética de las plantas bajo el interés del monopolio de la iniciativa privada del banco de semillas más grande del mundo que las vende a precios desorbitados (cuando es algo que la tierra da de forma natural) lo que supone el endeudamiento de los agricultores pobres de los países -tan mal llamados- en vías de desarrollo[1] junto con la pérdida de sus tierras y el cultivo del algodón orgánico como alternativa; hasta el “empobrecimiento” moral y económico de los consumidores occidentales.
Todo esto es objeto de la locura, el vacío y la ansiedad obsesiva del capitalismo más despiadado de los últimos tiempos, ya que la industria textil es la segunda actividad económica más contaminante del mundo después del petróleo y una de las que más ingresos genera anualmente. En el documental se comenta que tras la desgracia de Rana Plaza las ganancias en la compra-venta de ropa subieron un porcentaje considerable con respecto al año anterior. Es decir, lo ocurrido, lejos de generar conciencia y frenar el consumo, lo aumenta porque compramos ropa de la misma manera que ingerimos comida o cualquier otra cosa material: teléfonos móviles, muebles y decoración, coches u otros objetos de lujo; pero también aquellas que son intangibles como: las relaciones, el ocio, el deporte, los viajes o incluso el amor. Consumimos de manera fácil, rápida y desechable en la que se valora la cantidad en lugar de la calidad. Así han surgido los conceptos de “fast food”, la cultura de “usar y tirar” o la falsa necesidad de adquirir constantemente “novedad”.
Llegados a este punto es donde debemos plantearnos lo siguiente: ¿qué hacer?, ¿cómo podemos aportar nuestro granito de arena a un cambio de planteamiento y actitud tan necesario?
Más allá de caer en radicalismos extremos en cualquiera de las áreas mencionadas, creo que lo importante, una vez más, es ser conscientes y tratar de encontrar un equilibrio entre la comodidad “contaminante” que ofrece la vida moderna y el cuidado y valor de la naturaleza que nos precede en antigüedad y sabiduría. Significa interactuar con el mundo de una manera crítica donde cuestionemos y nos informemos de todo aquello que consumimos sin fanatismos y, sobre todo, lo hagamos de una manera responsable teniendo en cuenta a otros seres vivos (animales, plantas y árboles, otras personas), pero también el aire, el agua, las montañas…; viendo de qué manera se ven afectados y en qué medida necesitamos el producto a adquirir. Se trata también de hacer autorreflexión y autoconciencia de nuestra propia vida, de nuestras propias necesidades y deseos y valorar la importancia que tienen realmente en nuestro día a día para ser felices. Es decir, ser conscientes, que no es muy distinto de lo que se aprende y practica en la meditación o en el mindfulness que ahora están tan de moda, ejercer en todo momento la conciencia de nuestro ser.
“Menos es más”, “calidad frente a cantidad” y “comprar algo nuevo es la última opción que me planteo para adquirir un bien necesario”; éstas han sido mis premisas a seguir durante todo este año de búsqueda, información y cuestionamiento. Y en mi experiencia personal las tres máximas han servido para desapegarme de muchas “necesidades” y “deseos” esclavizadores; para fomentar e incrementar mi creatividad un tanto oxidada; y para establecer otro tipo de relaciones personales conmigo misma y con los demás. En este sentido, intento estar más en contacto con mi comunidad vecinal ya sea para adquirir sus productos artesanales como para reforzar el grupo a la hora de luchar o ponerse de acuerdo en conseguir mejoras ciudadanas.
Trato de consumir productos orgánicos en la medida de lo posible con el fin de apoyar a los agricultores que no quieren estar expuestos a químicos agresivos para su salud; por la mía, para ingerir alimentos de mejor calidad (también en la medida de lo posible teniendo en cuenta lo descrito) que ayuden al funcionamiento de mi organismo de una manera más sana y natural y, por supuesto, por la tierra, para que de esta forma sea cultivada en términos de cuidado y consideración, respetando los tiempos de cosecha y sin modificarla o contaminarla con el único fin de obtener beneficios. He reducido mi ingesta de productos animales también por una cuestión de salud y de ecología.
Apuesto por el reciclaje, las tiendas de segunda mano y las tiendas de comercio justo, artesanales o locales como alternativa a la venta masificada de grandes marcas y superficies. Consumo el mínimo de energía eléctrica, gas, agua o bienes materiales. Procuro no generar tanta basura y utilizar o consumir lo menos posible plásticos o productos derivados del petróleo por su acción contaminante, y dar más protagonismo a aquellos materiales biodegradables o de fácil reutilización como el vidrio. Desde hace cinco años soy usuaria de la copa de luna y de compresas de tela reutilizables que sustituyen a los dañinos y poco ecológicos tampones o compresas desechables.
Elijo transportarme de la manera en la que el consumo de energía y su impacto contaminante sea menor, ya sea porque no usa combustible ni electricidad: mis propios pies o la bicicleta; ya sea por el uso colectivo del mismo: metro, trole, o autobús; la última de las opciones, siempre, es el coche y sobre todo si nada más viaja una persona.
He aumentado las actividades de ocio en las que no está implicado el dinero o la acción de comprar algo y las he incorporado a medios campestres o de contacto con la naturaleza. He empezado a tener relaciones de calidad con mis amistades y seres queridos, a las cuales dedico más tiempo y cuidado en detrimento de otras actividades innecesarias para mi bienestar. He aprendido a ir despacio para disfrutar más de la gente, las cosas importantes y, en general, de la vida. Bebo menos, pero bailo más. Ahora no colecciono eventos, personas, objetos o experiencias; sino que las vivo degustándolas sorbito a sorbito como si fueran la última o la primera vez que las hago.
En definitiva, he descubierto la consciencia y empiezo a saborearla; he despertado del letargo de la comodidad, de lo fácil y rápido. Todo está conectado y formamos parte de un engranaje grande y complejo donde nuestras acciones tienen consecuencias directas e indirectas, muchas veces catastróficas, y no podemos simplemente cerrar los ojos y seguir soñando dentro de la realidad “perfecta” e ideal programada por ordenador. Tampoco es cuestión de renunciar o menospreciar las ventajas que ha traído la modernidad y los avances tecnológicos, sino de saber construir cada día un equilibrio en el que cada pensamiento, elección y acción en el que estemos implicadas e implicados sea un gesto consciente, despierto y auténtico y no la réplica vacía y extenuante de una sociedad desbordada por la abundancia que nos esclaviza y empobrece como seres humanos.